Llegó al árbol al amanecer. Seguramente fue uno de los primeros, aunque el feriado no laborable anunciaba que casi todas las casas estarían ocupadas y el día se adivinaba templado. Es cierto que hay gente que —quizás al borde de la desesperación— viene a dormir en las noches de verano —y aun en lluviosas noches de invierno— pero sigue siendo raro y reservado a personajes particularmente opacos e irascibles. Subió con alguna dificultad, levantó la escala hasta la altura establecida, y se acomodó, luego de extraer las frazadas de las bolsas de polietileno, tratando de no hacer ruido. Dormitó un largo rato, mientras algún crujido, un cuchicheo aquí y allá —a merced del viento que entraba por la ranura de la pared destartalada—, poblaba de sombras el sueño liviano. Tendría que reparar algún día esa pared —la que daba al oeste— pensaba o soñaba, pero imposible hacerlo sin antes proveerse de algunas tablas. Reflexionar sobre lo paradójico de la situación no conducía a nada. Encontrarse en medio de un bosque —uno de los pocos, es cierto—, tener asignado por Resolución Municipal el árbol B236, y no poder tocar ni una rama, tan siquiera las que caían decrépitas al suelo. Pero eso no era todo. Tendría que tomar la precaución de tapar la abertura por dentro con algún cartón viejo y, luego, aplicar las tablas con el pegamento sintético —pues los clavos estaban prohibidos—, de manera que el guarda no se detuviera a preguntar dónde había obtenido la madera, aunque supusiera, es obvio, que allí estarían las tablas, agenciadas ilegalmente. Mas tampoco reparar la rajadura lo desvelaba. Qué sentido tenía una casa en el árbol que intentara reproducir las estúpidas comodidades de su apartamento en el pueblo, como pretendían los nuevos. Odiaba a los llegados con la Central Nuclear, que en recompensa a sus servicios habían recibido la sucia madera de los encofrados. No soportaba sus modos, su hablar en jerga, pero mucho menos, sus silencios —de los que trataban de recomponerse con la voz quebrada, diciendo alguna necedad que pretendían graciosa— y dejaban vislumbrar un vacío que le producía vértigo. Él sabía que no era un dechado de naturalidad —es cierto— pero, al menos, su abuelo le había transmitido la sencillez extrovertida de los hombres de otra época. Aunque tenía pocas oportunidades de ponerla en práctica. La fábrica, ya se sabe, estaba cada día más vacía y con quién iba a hablar en una habitación poblada por puras pantallas. Agradecía, no obstante, el rostro simpático del Jefe de Piso, cuando, a media mañana, le pedía el parte desde el monitor superior. Era joven y alguna relación debía tener en la Gerencia, porque a veces, incluso, se permitía cierta familiaridad, como "que tenga un buen día". De vez en cuando, rumbo al bosque, cruzaba algunas palabras con el habitante de B247 —que con la reorganización quedaba ahora a unos 25 metros, en dirección nor-noreste—. Pero era casi más anciano que él y tan parco que poco podía sacar en limpio. Se había ideado un mecanismo, con una enorme piedra, que jalando una palanca, lo subía a la caseta en un santiamén. Los estuvo observando con los prismáticos, hace ya tiempo, cuando su hijo, el mayor, lo ayudó a montarlo, antes de suicidarse. Y luego lo siguió observando. Lo veía gesticular, pronunciar palabras que adivinaba amargas, pero también reírse, sin duda de si mismo y de todo, en más de una ocasión. Solo que después cayó en el mutismo y la vigilancia ya no le deparaba sorpresa alguna. De los enamorados no podía decir lo mismo. B238 y B240 se hacían, desde hace tiempo, señales en Morse. Él mismo fue un experto en código Morse, pero había perdido mucha práctica. A veces se le escapaban frases enteras. La abogada —B240— venía desde su separación. Era delgada, usaba gafas, ropa deportiva y, casi siempre, la casaca salpicada de bolsillos que gastan los fotógrafos de guerra. Tenía una cámara y no dudaba que él mismo debía contar entre sus retratos. Pero, aunque previsible, le caía bien. Él, en cambio, era demasiado basto, no era una relación que pudiera durar, eso suponiendo que se realizara algún día, porque —y a pesar de la obscenidad de algunos mensajes— no parecía que ninguno tuviera la intención de superar los seis metros reglamentarios que separaban cada construcción. Con la reorganización se talaron ciertos árboles intermedios, que se destinaron, dicen, a la fabricación de papel para ciertos documentos oficiales que se perfilan históricos. Ahora la disposición es casi una rejilla perfecta, un damero que consta de un árbol en cada vértice, aunque no todos ostentan una casa. Los que perdieron su casa durante la tala —no tantos, para ser exactos— deambulan por el río y, a veces, hasta pretenden dormir a sus orillas, aunque, bien lo saben, ello está estrictamente prohibido. Los árboles, como las pastillas, están concienzudamente administrados. Un uso descuidado y te quedas sin árbol, un síntoma sospechoso y te quedas sin pastillas. No sabía qué era peor. Probablemente las pastillas. Sin ellas no podría pegar un ojo. Ni qué decir de ir a trabajar o sonreír siquiera, así fuera esa mueca parcial, condicional, restringida que abre un paréntesis incierto bajo el prolapso de las bolsas de los ojos; las bolsas, de ese marrón indecoroso que el cuerpo reserva para las partes que no deberían exponerse a la vista del público. Aunque los medicamentos tenían precios irrisorios el problema consistía en que tarde o temprano una sorpresiva indisposición del médico, un virus informático o un percance cualquiera, te dejaba sin pastillas todo un fin de semana. El secreto, le habían explicado, consistía en tener más de una receta, pero solo un error o una casualidad excepcional —el reemplazo simultáneo de facultativo y secretaria— podía procurártela. Siempre había circulado el rumor de que había gente que sobrevivía sin pastillas, pero él no conocía a nadie. Es más, sabía que desde que tus pensamientos alcanzan la audacia de adentrarse por ciertos derroteros, ello es materialmente imposible. Los pensamientos, ese era el problema. Temía a sus pensamientos. Eran un fárrago de posibilidades, un mundo en el que se perdía fácilmente, en el que las zonas se mezclaban, en el que ciertos senderos terminaban en lo contrario de lo que parecían sugerir y otros en la locura. A veces se concentraba en sus pensamientos pero no podía alcanzar claridad alguna y otras, cuando pretendía huir de ellos, lo perseguían encarnizadamente. Lo acometía la culpa y, aunque intentaba ocultarlo, sentía que se debatía a la vista de todos acosado por fundamentaciones y dilemas. Y eso era precisamente lo que debía evitar, porque, entonces, alguien con una sonrisa y una palmada en la espalda te diría que era evidente que necesitabas unas vacaciones. Vamos, perentorio que tomaras un descanso —el jefe, el médico o, incluso, el guarda del bosque— y luego entregarían tu puesto a un joven rollizo y dispuesto, tu apartamento en el pueblo y tu casa en el árbol y nadie más te volvería a ver.
Una tarde oyó al pasar que había nacido un niño ¿En el pueblo? Imposible. No. En el pueblo de al lado. Aunque ya se sabe cómo son estas informaciones. No, un niño no. Una niña, pequeña, raquítica y que ni siquiera había llorado. No recordaba ya el último nacimiento ¿Dónde lo había escuchado? Iba hacia el bosque, la conversación se había colado entre la enramada y aunque habían detectado su presencia —¿eran dos Subalternos?— y alcanzado a bajar la voz, lo había percibido claramente. Si era verdad, pronto lo sabría. En el bosque, aunque suene increíble, todo se sabe. ¿No había quedado acaso flotando en el aire, por varios días, la novedad de cuando escuchó el sinsonte? Nunca pudieron confirmarlo, pero al menos, su presencia, su posible presencia, trastrocó por un tiempo el clima del lugar. Cuanto más si se trata de una niña. Y allí estaban, apenas llegar, los indicios de un movimiento tectónico, quizás imperceptible a los ojos de un novato. B246 —¿cuánto hacía que B246 no aparecía por aquí?— sacudía subrepticiamente, pero con indudable entusiasmo, el polvo del entablado. B247 lo miraba absorto. B225 seguía, se diría, frenético, replicando con la punta del pie, la melodía que, sin duda, unos auriculares depositaban en sus oídos. Y B240 —se veía que había llegado temprano— se demoraba, no obstante, colgada de la escala casi en un juego, intangible y desafiante al mismo tiempo y, ¿por qué no decirlo?, esperanzador. Tiernamente esperanzador.
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